Para Firmas Selectas de Prensa Latina
Ver el espectáculo vergonzoso del parlamento brasileño votando para iniciar el proceso de destitución de la presidenta Dilma Rousseff da pie para reflexionar sobre lo que somos los latinoamericanos, pues hemos sido nosotros los que hemos llevado a esa ralea a ocupar puestos de decisión política como los que estos señores ostentan.
La composición del parlamento brasileño no es muy distinta a la de muchos otros parlamentos latinoamericanos. Estamos rodeados de esos grupos depredadores, cuyos ánimos sólo fueron atemperados durante el tiempo en que la ola del nacional progresismo los opacó.
La composición del parlamento brasileño no es muy distinta a la de muchos otros parlamentos latinoamericanos. Un rasgo característico es el peso específico que ha ido ganando la representación que se autodenomina “cristiana”, que se vincula casi exclusivamente al cristianismo neopentecostal.
Una peculiaridad de la ofensiva conservadora impulsada en América Latina en la década de los ochenta del siglo pasado fue, precisamente, la penetración de este tipo de iglesias. Se buscaba desarticular la presencia e influencia de la Teología de la Liberación, que no solamente se había identificado con los movimientos sociales y revolucionarios, sino que habría servido en muchos casos (como los centroamericanos, por ejemplo) como parte del eje ideológico-político que permitió articular amplios movimientos que buscaban el cambio revolucionario.
Surgieron así cientos, si no miles de “iglesias”, algunas de las cuales se han llegado a convertir en monstruos que movilizan verdaderos ejércitos de fieles a quienes se lava el cerebro con posturas que se autodenominan “teológicas”, pero no son más que recetarios simples y emotivos para instrumentar en la vida diaria el sentido común neoliberal que busca el éxito económico como sinónimo de felicidad y, en esta caso, “salvación”.
Estas iglesias no son, solamente, grandes difusoras de pensamiento conservador sino, también, grandes negocios. En ellas se manifiestan todos los rasgos de la economía mafiosa que prevalece hoy en muchas partes de América Latina, la del lavado de dinero procedente del crimen organizado, la inversión en negocios de trata de armas, de blancas, de migrantes, y de un sin fin de actividades vinculadas a negocios oscuros, que les han permitido convertirse en verdaderos emporios con gran poder económico.
La combinación de su poder económico e ideológico les ha dado una gravitación cada vez mayor en la política, a la que han llegado con fuerza. En Brasil, el parlamento se encuentra cuasi dominado por estos grupos de gente, cuya baja estofa nos ha quedado en evidencia durante la votación en la que aprobaron iniciar el proceso de destitución de la presidenta.
Por otro lado, el parlamento brasileño evidenció otro rasgo que no le es exclusivo: el de su dominio por parte de grupos corruptos y corruptores que han hecho del Estado su botín. La corrupción no es un fenómeno nuevo en nuestro continente, y se puede decir sin tapujos que casi constituye un rasgo del perfil de nuestros grupos dominantes a través de la historia.
La peyorativa denominación de ciertas naciones como Banana Republics, por ejemplo, hizo gráfica alusión a este hecho. Estos grupos, que siempre buscaron cobijarse y lucrar a la sombra del aparato de Estado están presentes desvergonzadamente en el parlamento brasileño, enarbolando banderas de honestidad y eficiencia que, ni lejanamente, tienen derecho a enarbolar.
Lo que vemos en el parlamento brasileño no es, sin embargo y lastimosamente, una excepción en América Latina. Estamos rodeados de mafiosos depredadores cuyos ánimos solo fueron atemperados durante el tiempo en el que la ola del nacional progresismo los opacó. Estuvieron ahí siempre, insultando y desgañitándose, tratando de retrotraer hacia el pasado los procesos que los arrollaban. Ahora que la correlación de fuerzas empieza a serles favorable salen de nuevo a flote.
Ahí están, veámosles la cara de frente: ellos son los que tendrán en sus manos nuestro futuro próximo.
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